
Paul Newman tuvo muchos rostros a lo largo de una carrera memorable. Ninguno como el de Eddie Felson. Altanero, ambicioso, tahúr, aferrado a un taco de billar, ahogado en humo, con sus ojos llameantes fijos en la figura de El Gordo de Minnesota, rival en el tapete. Sórdidas habitaciones acogían el desesperado aluvión de cariño que derramaba hacia la patética figura de Piper Laurie; dos seres abandonados que aliviaban su derrota con abrazos y miradas furtivas.
Paul Newman fue Eddie Felson en el año 1961, en El buscavidas, un fragmento de vida hecho cine. Y lo fue de nuevo en 1986, en El color del dinero, tras 25 años de una existencia que todos los espectadores intuimos negra y desesperada.
Pero Felson sobrevivió. Y su mirada dejaba entrever menos derrota que fatiga. Hasta que escuchaba a sus espaldas el sonido fulgurante de un taco de billar empuñado por un jovenzuelo Tom Cruise. Entonces despertaba para desplegar su afán vampírico, su ansia de triunfo, con el fin de corromper a quien él mismo fue años atrás.
Un actor ha de ser realmente selecto para lograr que un personaje miserable y arribista se convierta en entrañable. Ha de poseer la aniquiladora belleza de Paul Newman y combinarla con el talento interpretativo que permita mostrar grietas humanas.
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